viernes, 30 de enero de 2015

La erótica de Yarini 115 años después


Que no se ha escrito de Alberto Yarini?,Carlos Felipe le dedicó una de las mejores piezas del teatro cubano en 1960.Orlando Rojas dirigió en 1989 la película Papeles Secundarios inspirada en la pieza teatral ,los cronistas de La Habana de principios del siglo XX le dedicaron algún que otro escrito,libros biógraficos incluídos ,hasta mi abuela cuando le pregunté decía que era un galán en toda regla,dando a entender de que Cuba no necesitaba un Rodolfo Valentino si tenía un Alberto Yarini y Ponce de León.
sin duda Yarini a 115 años de muerto ejerce una especie de "erótica" sobre quienes ahondan  los entrecijos de su personalidad.
Así, Carlos Felipe, 1914-1975, lo hace el protagonista en 1960 de su obra de teatro Réquiem por Yarini, que después ha tenido varias versiones, José R. Brene, 1927-1990, lo recrea en sus obras Pasado a la criolla, llevada a la escena del Teatro Musical de La Habana también en la década de 1960, y El gallo de San Isidro, en 1964. Tenemos además a Yarini en los filme Papeles secundarios, realizado por Orlando Rojas en el año 2001, y Los dioses rotos, que dirigido por Ernesto Daranas obtuviera el Premio del Público en el XXX Festival Internacional de La Habana y fue escogida por la crítica en la isla como la mejor película nacional del 2008. Mientras que recientemente ha salido a escena el ballet Yarini con coreografía de Iván Alonso, presentado en La Habana por la compañía Prodanza. Y, en el género de testimonio, aparece San Isidro, 1910. Alberto Yarini y su época,publicado por primera vez en el año 2000, escrito por Dulcila Cañizares Acevedo, autora que luego de más de treinta años de acuciosa labor investigativa ha entregado la semblanza probablemente más documentada, poética inclusive, sobre la vida y milagros de quien fuera de la mujeres consentido, sostenido, y de los hombres admirado, temido.

Pero, ni siquiera el erudito escritor Alejo Carpentier, cuya mayor hazaña chulesca, como apuntamos en un artículo anterior, parece no haber pasado de correr a la desperada delante de un 38, del pintor Carlos Enríquez que dispara detrás del 38, por un asunto de faldas, de hembra dentro de la falda, a lo largo del Malecón, pudo sustraerse al influjo del mito de Yarini a quien recordaría, en una de sus crónicas habaneras, como un personaje mitológico, un ser fabuloso que cuando paseaba por la calle Obispo sobre su caballo blanco, de cola trenzada, cabalgadura a un costo de miles de pesos oro, y tocado con un lujoso sombrero, todos, hombres y mujeres, salían a la puerta de los establecimientos para admirarlo o verlo pasar. El autor del Reino de este mundo lo recordaría también paseándose con gallardía a la cabeza de las manifestaciones de su partido político.

Pero quien era realmente éste tipo  cuya muerte fue llorada por las prostitutas habaneras y que provocó que las bragas y sostenes de la Habana fueran izadas a media hasta ?
Entre los aspectos paradojales de la personalidad del proxeneta, está el que siendo un muchacho proveniente de un hogar católico, terminara por otro lado, según parece, como iniciado de la Sociedad Secreta Abakuá, confraternidad  de hombres a toda prueba, para ser hombre no hay que ser Abakuá, pero para ser Abakuá hay que ser hombre, reza el refrán lapidario en las calles de la isla, que originalmente admitía sólo a varones negros, pero que ya desde 1863 y en Guanabacoa, por obra de Andrés Petit, empieza a incorporar  blancos y mulatos en un plante llamado Akanarán Efor. Pero, en el tema de su iniciación ñañiga lo inusitado no estaría tanto en que fuera un blanquito católico y de buena familia, pues, en definitiva, ya desde 1863 ocurría que muchos jóvenes blancos, católicos y de la alta sociedad habanera juramentaban en los plantes de ñañigos, sino que lo verdaderamente inusitado acá radicaría en un aspecto peligroso, crucial, para el desempeño y la moralidad de un ecobio, y ello emanaría de la índole extraña de la relación que mantuvo con su amigo José, Pepito, Basterrechea, amigo hasta las últimas, es decir, hasta la muerte del amo de San Isidro, puesto que, para empezar, a pesar del protagonismo que le daba su cercanía con Yarini no se conoció nunca a Pepito como chulo, pero como tampoco se le conoció trabajo, al menos no en ese entonces, habría que concluir que Yarini lo mantenía a él y a su madre, quien por otro lado detestaba esa relación y no cesaba de rogar a su hijo que se apartara de tan poco recomendable amistad.
Yarini fue El Conquistador, el califiactivo que más le gustaba y convenía. Hasta que fue el rufián, el guayabito, el gigoló, el proxeneta, el souteneur, el Chulo. El Rey de San Isidro.
Yarini, sí. El más famoso de todos los tiempos en ese oficio. El guayabito1 elegante, sobrio, de buenos modales, pero agresivo, guapo, conocedor, gastador, gozador del dinero fácil, no ganado, no sudado, no trabajado por él, sino recaudado entre doce y una de la madrugada con su sola presencia, o más cómodamente con un breve recado repetido por uno de los que vivían a su sombra. Ese. El mismo a quien al ser bautizado en la iglesia parroquial de Nuestra Señora de Monserrate, en La Habana, pusieron por nombres Alberto Manuel Francisco. El que nació el 5 de febrero de 1882 entre pañales de la mejor tela, cuidados de tercero y último hijo y apellidos de recio, preciado, exhibido abolengo, conservado con cruces y recruces familiares, con uniones de primas y primos, de tías con sobrinos, de parientes y parientes, para mantener la alcurnia, como homenaje a Taita Ponce, su bisabuelo, don José Ponce de León Fantoni, el primero por línea materna en llegar a Cuba con ilustre linaje, dignidad que era necesario conservar y realzar a toda costa a finales del siglo XVIII.

Este, el alardoso, conocido, amado y temido en la zona de tolerancia próxima a los muelles de La Habana; el hijo de don Cirilo José Aniceto, cirujano dentista, miembro fundador de la Sociedad de Odontología de La Habana y además catedrático titular de la Escuela de Cirugía Dental de laUniversidad habanera, hasta su muerte, en 1915; el sobrino de don Alberto, cuyo nombre hereda, pero no sus costumbres, su moral ni su determinación de cumplir varios sacramentos de la Iglesia Católica hasta llegar al matrimonio; y también de don José Leopoldo, médico cirujano, señor de meritoria empresa, de bondadosa profesión, por quien todavía una sala del Hospital General Calixto García honra y se honra nombrándose con su apellido, con el mismo del otro, del sobrino.

Una de las nietas de Taita Ponce fue Juana Emilia Ponce de León Ponce de León —a quien los muchachos de la familia luego le dirían tía Mimí—, alta, delicada, exquisita mujer de esmerada educación, sensibilidad y delicadeza, de quien se cuenta que fuera una excelente pianista, sin llegar a ser profesional, según se estilaba en aquella época en las familias de rancio apellido. Esta Emilia fue la madre del mimado. Del que reclamaba para sí lo negado al otro varón y a la hembra: su hermana Emilia María Mauricia —Cuca—, quien sólo supo de anonimato y soledades hasta su muerte, en 1965, en la casa de Miguel Villalón y Ofelia Les, una buena señora que la tenía en su hogar y la adoraba, cuidándola con esmeros, y a quien le confesara Cuca que el gran amor de su vida fue Charles Aguirre, jefe del Puerto de La Habana que la abandonó sin llegar al matrimonio.  se decía que ella vivía en casas de huéspedes a partir del fallecimiento de su madre, en 1933, y hacía adaptaciones de novelas radiales y otros trabajos, anónimamente, para autores de renombre, como José Sánchez Arcilla, por ejemplo, y también traducía del inglés al español.
Yarini, el de una infancia rodeada de complacencias y halagos por ser el niño más pequeño de familia criolla, en la que, para la madre, el varón merece y se le proporciona todo, perdonando, disimulando sus hábitos peores, el abandono de responsabilidades que difícilmente llega a conocer el hijito, elchiquitico, el pobrecito, y toda la gama de diminutivos capaces de formarse, repetidos por la madre cubana desde los arranques de la época colonial, alimentando así una blandenguería que luego hay que disfrazar con el machismo, el alarde, la palabrota.

El despreocupado. El de una tranquila adolescencia lejos de Cuba y los peligros, miserias, escaseces, afanes y luchas de sus guerras independentistas. El que cursó estudios, primero en el habanero Colegio San Melitón —fundado y dirigido por don Melitón Pérez Casas, padre del músico cubano César Pérez Sentenat—, y después en Estados Unidos de Norteamérica, como un niño de bien, junto a su hermano Cirilo —Cirilito—, y que al regresar, terminada la guerra del 98, apartó la línea de su vida, hasta ahora paralela a la del hermano, tres años mayor que él, y no siguió en idas y venidas por aulas, exámenes, aprobados y desaprobados, como el otro —continuador profesional del padre—, luego Profesor Auxiliar de la Cátedra de Propedéutica y Ortodoncia de la Escuela de Cirugía Dental de La Habana, fallecido en la mañana del 1º de agosto de 1925, pero cuyo recuerdo permanece esculpido en piedra en la fachada de la habanera Facultad de Estomatología, donde aún se lee su apellido.

Y este otro Yarini, el comodón, el apasionado de las empresas descansadas, de las monedas fáciles, de la vida ociosa; el catador de placeres, el figurín, el dandy, poco a poco, con elegancia y magia, con turbulencia y guapería, obtuvo el adjetivo de conquistador, un sobrenombre que aceptaba gustoso. Y fue El Conquistador mientras ganaba el otro calificativo, el que más le gustaba y convenía. Hasta que fue el rufián, el guayabito, el gigoló, el proxeneta, el souteneur, el Chulo. El Rey de San Isidro.
  Alberto Yarini y Ponce de León era un hombre de cinco pies y seis pulgadas de estatura y 60 kilogramos de peso. Siempre perfumado y bien trajeado. Hablaba pausadamente y en voz baja. Había estudiado enEE.UU. y dominaba el inglés a la perfección. Un hombre educado que tenía a su favor un ámbito familiar distinguido. Sabía escuchar a los que lo superaban en edad y en jerarquía. Todo sonrisas y gestos refinados con las damas cuando se encontraba en el mundo social, político y familiar, pero en su imperio de chulos y prostitutas, matones y gente de mal vivir, era el guapo al que había que hablarle por lo bajo y rendirle pleitesías y respeto.
Se trata de  recrear la personalidad y algunos sucesos de la vida del mítico personaje: Era Yarini,  un hombre bastante metódico en su vida cotidiana. Se levantaba tarde y desayunaba invariablemente en su casa. Luego, sacaba a pasear a sus perros. Hacía un recorrido habitual. Bajaba por Paula hasta Picota, doblaba a la derecha y caminaba hasta San Isidro para llegar a la fonda El Cuba. Allí se encontraba con su amigo Pepito Basterrechea y bebía un trago de ginebra, un mojito criollo o una copa de coñac. Después los dos amigos continuaban por San Isidro abajo hasta Compostela. En el bar de esa esquina bebía ron o cerveza y se limpiaba los zapatos. En su casa de la calle Paula vivían, en perfecta armonía, Elena Morales, una mulata en la flor de sus 22 años, Celia Martínez, una mestiza preciosa, y La Petite Berthe, la francesa por la que lo mataron. Con el chulo en la cabecera, las tres se sentaban a su mesa en un orden que corría desde la izquierda. Sabían que la que ocupara la silla colocada a la derecha de Yarini sería la elegida de la noche.
A veces salía del barrio. Gustaba de los paseos en automóvil hasta la playa de Marianao o la Víbora. Lo normal era que tomara un auto de alquiler en el Parque Central para dirigirse al Palais Royal, un salón con barra y piano ubicado en la calle Marina, donde está ahora el edificio Carreño. Frecuentaba asimismo el salón Manzanares, en Carlos III e Infanta, sitio de bailes públicos, o iba a bailar al Círculo de Artesanos de Santiago de las Vegas, o a La Verbena, en 41 y 30, en Marianao. Visitaba también el café Vista Alegre, en Belascoaín entre San Lázaro y Malecón, donde Sindo Garay compuso una canción para él. Se titula Nada temas, la vida te sonríe. Degustaba refrescos de cebada en Egido y Gloria. Y gustaba de la ópera y el teatro.
Había una guajirita que lo asediaba. Yarini se le escondía porque suponía que era virgen y él, decía, «no desgraciaba a ninguna mujer». Jamás tuvo amores con sirvientas ni costureras. Buscaba siempre entre las mujeres del gran mundo, con preferencia entre las esposas de los comerciantes y hombres acaudalados y «les rayaba la pintura».
Monedas y palmadas
El barrio de San Isidro era en la época la zona de tolerancia por excelencia de La Habana. Dentro de aquellos cuchitriles donde se comerciaba el sexo,  las preferidas casi siempre eran las francesas porque, mejor vestidas y perfumadas, menos vulgares y groseras, introdujeron modalidades desconocidas en la prostitución cubana. En lugar de la cohabitación habitual, practicaban el sexo oral, lo que les permitía abreviar el «trabajo», y, con el tiempo mejor aprovechado, hacer mayor el número de clientes que atendían por noche. Las había italianas, austriacas, canadienses, belgas, suizas… pero para los cubanos todas eran francesas.
Yarini controlaba a una buena cantidad de prostitutas que trabajaban para él en diversas accesorias. Tenía un burdel de su propiedad, en Picota entre Luz y Acosta, y otro más, del que era copropietario y donde ejercían no menos de diez mujeres.
Por las calles de San Isidro se regodeaba Yarini con aires de caballero intachable. Regalaba monedas a los chiquillos y sabía premiar con una palmada en el hombro a los que lo adulaban. Los souteneurs extranjeros eran sus enemigos y sabía que debía cuidarse de ellos. Pero Yarini andaba solo, sin guardaespaldas ni protección alguna.
Insidias e intrigas
Louis Lotot, uno de los chulos franceses de la zona, trajo un día de Francia a la mujer más bella que se había visto jamás en San Isidro. Estaba orgulloso de la hermosura de aquella mujer, a la que por su pequeña estatura llamaban La Petite Berthe, y la hizo su amante, aunque tenía una concubina principal, Jennie Fontaine, que ejercía la prostitución en la calle San Isidro y compartía su casa de la calle Desamparados. Lotot tenía 28 años, seis pies de estatura y 78 kilogramos. Pelo castaño. Cuidado bigote.
Un día Berthe reparó en Yarini. Era más apuesto que Lotot, más influyente, más respetado, más rico. Se sintió atraída. Yarini la aceptó. Eso ocurrió cuando Lotot se encontraba de nuevo fuera del país. Cuando regresó, el ambiente de San Isidro estaba caldeado. Los chulos extranjeros lucían agresivos y molestos; no podían admitir que la francesa se hubiera pasado al bando de los cubanos y fuera pertenencia de Yarini.
Este fue al encuentro de Lotot y le explicó lo que había sucedido. Lotot aceptó los hechos y la cosa pareció terminar ahí. Pero los chulos foráneos, con insidias e intrigas, incitaban a Lotot a tomar venganza. Comenzaron una guerra sorda contra los chulos cubanos. El asunto se agravó cuando Yarini se personó en la casa de Lotot y exigió que le entregase la ropa de Berthe, si no quería que lo matara a puñaladas. Letot se la entregó y no volvió a dirigirle la palabra.
A Letot siguieron dándole cuerda: debía acabar con Yarini. Varios chulos franceses se ofrecieron para ayudarlo. En la mañana del 21 de noviembre de 1910 se levantó con el presentimiento de que no tendría un buen día. Pero no podía dejar de enfrentar a Yarini, porque sus amigos no perdonaban un paso en falso si de hombría se trataba. Salió de su casa sobre las cinco de la tarde. Caminó por la calle Habana hasta el Club de los Franceses, en Velazco esquina a Desamparados, y trazó el plan en compañía de algunos amigos. Se apostarían en la calle y en las azoteas de las casas de enfrente de la accesoria de Yarini donde ejercía Berthe. Se le enviaría recado a Yarini para que acudiera al lugar con cualquier pretexto, y al salir de la accesoria sería acribillado a balazos. Ese sería el final de Yarini y de los chulos cubanos que, al faltarles el jefe, se batirían en retirada. Entre copa y copa, Lotot se fue envalentonando. Salió del Club, siguió bebiendo en el Café de Víctor, en Habana esquina a San Isidro, y luego fue a comer a su casa. Se dirigió a la calle Compostela y dobló en dirección a San Isidro. Sus amigos, cumpliendo su promesa, estaban convenientemente apostados.
Hacia la muerte
Mientras tanto, Yarini, sacado de su casa mediante un extraño recado, doblaba por Picota hacia San Isidro y por la acera de la izquierda avanzaba hacia la accesoria situada entre Compostela y Habana. Al pasar Compostela se le unió Basterrechea. Llegaron a la accesoria donde ejercía Berthe, pero que esa noche ocupaba Elena Morales. Cuando Yarini y Basterrechea salían a la calle, Elena se les anticipó y advirtió a Lotot, revólver en mano, de pie, frente a la entrada principal de la casa. Al ver a Yarini, el francés comenzó a disparar y una lluvia de balas caía desde las azoteas de las casas de enfrente, donde se habían apostado no menos de ocho de los amigos de Lotot. Yarini sacó su revólver, pero no tuvo tiempo de defenderse. Detrás venía, revólver en mano, Basterrechea, que disparó sobre Letot y lo hirió mortalmente en el centro de la frente.
Prosiguió el tiroteo. Basterrechea, al ver a Yarini herido y constatar que la Policía se acercaba, arrojó su arma y se dio a la fuga. Jennie Fontaine corrió hacia el cuerpo inerte de Lotot y se abrazó a él. Recogió su revólver y lo desapareció para siempre. Yarini, todavía vivo, yacía en la acera. Una de sus concubinas lo abrazó llorando. La sangre, incontenible, manaba de su vientre.
En un coche lo llevaron hasta la Estación de Policía de la calle Paula. De allí, en ambulancia, al antiguo Hospital de Emergencias. Los franceses apostados en las azoteas huyeron por los tejados. Basterrechea fue detenido. Varios de los extranjeros implicados fueron detenidos después. Los amigos de Yarini juraron venganza.
El entierro
A las 10:30 de la noche del 22 de noviembre fallecía Alberto Yarini. Entró en agonía sobre las diez y la noticia corrió por la ciudad. Al llegar los restos a su casa, en Galiano 116 (actual), había ya en la calle personas esperándolo. En torno al féretro, en la capilla mortuoria, montada por la funeraria Caballero, las guardias de honor se relevaban cada cinco minutos cual si fuera un soldado caído en combate  Se calcula que unas diez mil personas desfilaron ante el cadáver para despedirlo.
El día 24, desde las ocho de la mañana, una multitud compacta esperaba la salida para el cementerio y colmaba la calle Galiano, desde Lagunas a Virtudes, y la calle Ánimas, desde San Nicolás hasta Blanco. A las 9:15 partió el cortejo. Lo encabezaba una carroza imperial tirada por cuatro parejas de caballos, y dotada de cuatro palafreneros, el cochero y un postillón. Seguía el coche con las coronas y detrás la banda de música de la Casa de Beneficencia. El sarcófago era transportado en hombros de seis amigos, que se turnaban por tramos. Detrás, el público cubría más de tres cuadras largas. La gente se agolpó en las aceras para verlo pasar. El cortejo salió por Galiano, buscó Reina y Carlos III y de ahí Zapata. Al llegar a Carlos III, en contra de la voluntad de los amigos más íntimos, se colocó el féretro dentro del coche fúnebre, mientas que la gente lo seguía a pie hasta el cementerio. Detrás avanzaban 200 coches vacíos, entre ellos el del Presidente de la República. Ocho vigilantes de caballería, que se relevaban de acuerdo con las demarcaciones correspondientes, acompañaban el entierro para garantizar el orden. Los encabezaban el mismo jefe de la Policía, brigadier Armando de la Riva, y sus más cercanos colaboradores.
Se celebró el juicio. Basterrechea, el amigo de Yarini, fue absuelto porque Yarini tuvo tiempo de confesarse como el autor de la muerte del francés. Quedaron también absueltos los chulos extranjeros que incitaron a Lotot y fueron sus cómplices en el asesinato.
Al llegar a la calle San Isidro, uno de barrios más antiguos de La Habana Vieja, donde florecía la prostitución a principios del siglo XX, se sintió de repente transportado en el tiempo al 21 de Noviembre de 1910, día en que Alberto Yarini se levanta más temprano que de costumbre y en el sitio que siempre ocupa en la mesa desayuna con sus concubinas el acostumbrado café con leche, pan, mantequilla, galletas, jugos y el imprescindible café solo. Antes de salir le dice a sus amantes que lo esperen para almorzar.

Toma un coche de alquiler para asistir al velorio de la madre de Domingo J. Valladares, Presidente del Partido Conservador del barrio Monte. Regresa al mediodía y almuerza con Celia, Elena y La Petite Berthe, sin el menor indicio o sospecha que se acerca su hora final.

Duerme la siesta y al levantarse, le ordena al mulato José Claro que le prepare el baño y deje listo el chaqué y el bombín. Toma su baño tranquilamente y dedica buen rato a vestirse con cuidado: el calzoncillo largo de finas rayas color pálido con petos blancos y sus iniciales bordadas, una camiseta, también con sus iniciales A. Y. Las medias oscuras, una camisa blanca celosamente planchada, con la que se demora un poco al poner los seis botones de oro en el cuello, la pechera y los puños, usa pantalones bien cortados, de buena tela, al igual que el chaqué de las grandes solemnidades y los zapatos Ciudadela, sin olvidar en su muñeca izquierda su reloj Nautilus de excelente plata. Se peina con el esmero de siempre, verifica el afeitado y espera a Federico Varcacel.

Pero a las siete de la noche llega un desconocido con un recado extraño. Yarini entra a su casa (documentos oficiales del Archivo Nacional lo atestiguan, al igual que el resto del vestuario mencionado), se cambia el pantalón que lleva por uno de casimir oscuro, echa con prisa cinco pesos de plata española, un centén, un Luis y una moneda de veinte pesos americanos. Por último revisa su revólver Smith 9 mm niquelado y con cachas de nácar. Entonces abandona la habitación de su casa en Paula hacia Picota y dobla a la derecha en dirección a San Isidro.

Cuando llega a San Isidro No 60 (hoy 174) donde se prostituían varias de sus mujeres, Yarini se encuentra en una celada. De repente aparece frente a él Luis Lotot, un chulo francés al que Yarini le había quitado una de sus mujeres, La Petite Berthe y que se había convertido en enemigo mortal del cubano. Sin pronunciar palabra, ni darle tiempo a nada, el francés saca su revólver y comienza a disparar casi a boca de jarro.

Desde el tejado de enfrente estaban apostados los amigos de Letot cómplices en la celada, Quorrier, Francesco Caggioli, Ernest Laviere, Raoul Finet, Petitjean, Joseph Benedetti, Cesare Mora, León Darcy, Jean Boggie, Cecil Bazzul y un tal Valetti, toda una comparsa de extranjeros cobardes que también abren fuego sobre Alberto Yarini, quién fallece en el hospital de Emergencias a las diez y media de la noche del 22 de Noviembre de 1910.

Ahora, 105 años después, casi todos los viejos edificios se han derrumbado, montañas de escombros y basura dan al barrio un aspecto de ciudad bombardeada. Las viviendas que quedan en pie muestran un aspecto miserable, peor que un siglo atrás. De los solares salen muchachas con vestuarios minúsculos y pasos provocativos, a simple vista se nota que ejercen el oficio mas antiguo del mundo, seguidas a corta distancia por sus proxenetas, que la custodian para que no den “pasos en falsos.

En 1959 la Revolución acabó con la prostitucion y las zonas de tolerancias, como San Isidro. En 1993 la gran crisis económica llamada periodo especial restituyó el  oficio de vender el cuerpo. Si en la seudo republica era una lacra social específica, ahora se muestra como un fenómeno generalizado, una vía de escape para sobrevivir, extendidas a todos los barrios y a todos los estratos sociales, sin distinciones.

La diferencia de las prostitutas y los chulos del San Isidro de ayer con el de hoy, descansa en que las mujeres de ayer esperaban a los clientes en sus cuartos, en una calle destinada como zona de tolerancia, mientras que las de hoy, salen a cazarlos a cualquier punto de la ciudad, incluso hasta los aeropuertos. Los chulos de ayer, bien vestidos y mucho mejor alimentados, hacían galas de un poder seductivo que rozaba lo místico, en cambio los de hoy, vestidos en short, pulóver y chancletas rotas, defenestran a sus víctimas femeninas con el chantaje y la violencia como únicos recursos.

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